Pedro Abelardo, le bourgeois terrible de José Luis Romero

NATALIA JAKUBECKI
(UBA/CONICET, USAL)

En la Edad Media que nos ha legado José Luis Romero, la burguesía entra en escena para cambiarlo todo; irrumpe insolente, próspera, desfachatada hacia finales del siglo XI en un occidente latino que ya para la centuria siguiente no solo se había acostumbrado a ella, sino que, de alguna manera, se había moldeado prácticamente a su antojo. La burguesía, agente histórico privilegiado en la producción de Romero, fue para aquel la responsable de una total “renovación de ideales de vida”.[1] El medio físico que a la burguesía le habrá de corresponder por derecho propio es la ciudad, que se fue levantando al tiempo que dinamitaba los cimentos del atávico poder señorial. Hija, pues, del espíritu burgués, la cuidad “se gobierna a sí misma con escasas restricciones, y aun éstas procura suprimirlas en cuanto puede”.[2] Desde el siglo XII en adelante, ciudades y burguesía serán indisociables, tal y como Pedro Abelardo, quizá el primer gran burgués del campo intelectual, lo será de París, una de las ciudades medievales paradigmáticas, esa en cuya historia Romero se detuvo de manera particular.[3] A sus ojos, como intentaré mostrar en lo que sigue, Abelardo es sinécdoque de burguesía, y París el teatro en el que ejecutará sus actuaciones más memorables.

Romero perfila su propio Abelardo, principal, aunque no únicamente, en “La revolución burguesa en el mundo feudal” (1967) y “Estudio de la mentalidad burguesa” (1987). Indómito y caprichoso, al igual que la ciudad, su Abelardo se acerca, sin imitar, a ese héroe nacional y corazón del corazón de la Edad Media que la historiografía francesa decimonónica, siguiendo a Victor Cousin, ha querido hacer de él; el paladín que resume en sí mismo la acción colectiva, antecesor directo, primero de Pascal y luego de Descartes.[4] Pero es también un Abelardo leído a la luz de Jacob Burckhardt, para quien la individualidad ha tenido un peso excepcional en el desarrollo del mundo occidental. El resultado es un personaje polifacético que encarna la secularización del pensamiento y la libertad que eventualmente darán paso a la Modernidad. Veamos, por tanto, cómo Romero ha delineado cada una de esas facetas.

El Abelardo autobiógrafo

Era 1930 cuando el joven estudiante de historia argentino se preguntaba “¿a qué tanto leer vidas ajenas? ¿cómo perder el tiempo –el tiempo con mayúscula, ese tiempo del que alguien dijo que era oro– cómo perderlo en enterarse de otros hombres…?”.[5] La biografía, en efecto, fue uno de los temas que había apasionado a Romero desde siempre, y al que le dedicó largas horas (y páginas) de reflexión. Llegó a la conclusión –burckhardtiana, sin dudas– de que es un tipo historiográfico caracterizado por entronizar al individuo como agente del devenir histórico.[6] Una de las primeras cuestiones a dilucidar respecto de las biografías, sostuvo entonces, es “qué secreta inquietud movió a escribirlas…”.[7]

Este interrogante es especialmente significativo cuando se trata de Pedro Abelardo, pues no solo fue uno de los primeros pensadores en escribir su propia historia, sino que lo hizo de una manera particular, ignorando el modelo confesional legado por Agustín que había servido de guía, por ejemplo, a su contemporáneo Gilberto de Nogent.[8] Lejos (muy lejos) del arquetipo del santo o del hombre que confiesa ante Dios los sinuosos caminos que lo condujeron a Él, Abelardo se presenta, según Romero, como el “sujeto que […] se ha descubierto a sí mismo, [que] se considera digno de una historia que no es del grupo sino de él solo”.[9] Comienza su Historia calamitatum mearum (Historia de mis calamidades,a las que Romero se refiere más de una vez como “la primera carta a Eloísa”,[10] tal vez influido por alguna edición particular o incluso por la vieja traducción del epistolario hecha por Jean de Meung), dejando en claro que él es el protagonista, presentándola incluso como el producto de su decisión acerca de su propio itinerario: “resolví escribir una carta de consuelo para un [amigo] ausente sobre las experiencias de mis calamidades”.[11] Este es, precisamente, un rasgo común en las biografías modernas, el de presentar los hechos como una sucesión de decisiones y acciones individuales.[12]

Sin embargo, el maestro Palatino, diciéndose víctima de un destino trágico, se sabe digno de ser guardado en la memoria colectiva porque es parte esencial de esa historia. Presenta deliberadamente una imagen de sí en la que los diferentes colectivos quedan afectados siempre a su obstinada disidencia. Es él el centro a partir del cual gravitan todos los acontecimientos, sí, pero la presencia de la comunidad –escolar, familiar, y religiosa– es tal que sin ella su propia historia no tendría el menor interés. Con todo, como deja entrever el sustantivo “calamitatum” (que ha sido traducido como “desventuras”, “infortunios”, “calamidades”), esta no es una historia que se construya con los otros, sino más bien en constante conflicto con ellos. ¿Acaso Abelardo habría sido notado entre los demás estudiantes de no haber confrontado y vencido dos veces al gran maestro de dialéctica, Guillermo de Champeaux? ¿Habría pasado de los libros académicos a la cultura popular si su pasión por Eloísa no hubiera terminado en la trágica emasculación infligida por el tío de la muchacha? ¿Cuál habría sido su lugar en la historia occidental si Bernardo de Claraval no hubiera hecho caso a las acusaciones contra él promovidas por Guillermo de Saint Thierry? De todos modos, es cierto que este último episodio ya no es parte de su autobiografía. Ella termina algunos años antes, con un incidente que pone una vez más a Abelardo individuo enfrentado con la comunidad, en este caso la de Saint Gildas, abadía de la que debió huir en secreto para que los monjes a su cargo no concretaran lo que hacía ya tiempo se proponían: asesinarlo.[13]

Abelardo, entonces, con la excusa de consolar a un amigo imaginario, se presenta a sí mismo a la vez como héroe y antihéroe de ese microcosmos francés en el que vivió. En efecto, no es el héroe en cuya vida se “revelan, en su forma más alta, las tendencias y las aspiraciones de la comunidad que lo forja”,[14] sino más bien el antihéroe que padece en su alma y su cuerpo las miserias de la revolucionada comunidad escolar y monástica del siglo XII.[15] Es su artífice y también su chivo expiatorio, algo así como la víctima de sus propias invenciones. Pero es también el héroe de la hazaña, el que conjuga en su sola persona las aspiraciones de cada miembro del colectivo: es el mejor alumno, el mejor maestro, el mejor amante… es, como él mismo confiesa haberse creído “el único que filósofo que quedaba en el mundo”.[16]

Y aunque con justicia pueda pensarse que la Historia de mis calamidades –o, más aún, que el epistolario completo– se trata de una sucesión de hipérboles llevadas hasta el absurdo,[17] son muchísimos los testimonios de otros autores de la misma época que apoyan la percepción que Abelardo tenía de sí. Sin contar la poco objetiva voz de Eloísa, encontramos, por ejemplo, a Juan de Salisbury, poemas goliardos, Berengario de Poitiers o Pedro el Venerable profesando su devoción y respeto por el Palatino.[18] El testimonio tardío, pero quizá definitivo en razón de su belleza, es el de Rémusat: “La multitud de las calles, celosa de contemplarlo, se paraba a su paso; y para verlo […] las mujeres corrían sus cortinas detrás de los pequeños vitrales de sus estrechas ventanas. París lo había adoptado como su hijo, como su ornamento y su antorcha. París estaba orgullosa de Abelardo y celebraba entera ese nombre cuyo recuerdo, tras siete siglos, la ciudad de todas las glorias y de todos los olvidos aún conserva”[19]

La inquietud de Romero por los motivos del biógrafo tiene una respuesta un tanto evidente en este caso, pues quién sino Abelardo tenía en la Edad Media mejores motivos para aceptar o, mejor dicho, para imponerse el desafío de escribir una autobiografía. Ello suponía exteriorizar su desasosiego, hundirse en el microcosmos de su propia existencia, “perseguir la línea de su desarrollo por los meandros de la conciencia”, esa que había sido redescubierta precisamente por él mismo.[20]

El Abelardo amante

Otra de las facetas de Abelardo que encontramos en los escritos de Romero es la del Abelardo amante; pero como buen burgués, amante ya no de lo divino sino de lo terrenal. Romero no presta mucha atención al Abelardo monje de Saint Denis, o al que establece las normas del Paracleto y conmina a su abadesa a reunirse con él en su amor a Cristo. Está interesado, en cambio, en ese afamado y aún joven burgués al que, a diferencia del campesino, no le estaba negado lo erótico.[21] Romero se queda con el porfiado filósofo que, casi como una extensión de la París “próspera y pervertida”,[22] ama a Eloísa y describe con lujo de detalles su pasión, su experiencia más propia, más íntima, compartida con todo aquél que quisiera leerlo: “En ocasión de la enseñanza nos consagrábamos por completo al amor, y el estudio nos ofrecía los escondrijos que la pasión anhelaba. […] Mis manos se conducían más frecuentemente a sus senos que a los libros. El amor volvía sobre sí mismo nuestros ojos con más frecuencia de lo que la lección los dirigía a las páginas. Y, para que generásemos menos sospechas, daba azotes el amor y no la cólera. Era el cariño, no la ira, el que superaba la dulzura de todos los ungüentos”.[23]

Esta aventura erótica tiene otra protagonista, la propia Eloísa. Ella también, aunque criada en el ámbito claustral y condenada a retornar allí hasta sus últimos días por mandato del amado, será, como él o acaso mucho más que él, un sujeto deseante. Ella también narra sin tapujos –aunque no totalmente despojada del sentimiento de culpa propio de la moral cristiana– cómo la remembranza de los encuentros con Abelardo se adueñaba de su mente incluso en los momentos menos propicios: “… tan cierto es esto que los placeres de los amantes en los que ambos nos agitamos fueron tan dulces para mí que ni me desagradan, ni pueden escaparse de mi memoria. […] Incluso durante la celebración de la misa, donde más pura debe ser la oración, las obscenas imágenes del deseo se apoderan de tal modo de mi muy miserable alma que me dedico más a sus torpezas que a la oración. Cuando debería llorar por las faltas cometidas, más bien suspiro por lo que sé que ya no podré cometer”.[24]

Romero no le ha dedicado más que algunos párrafos a los amores de Abelardo y Eloísa, es cierto. Pero no es menor que no los haya olvidado. El epistolario es una de las muestras más tangibles de los inicios del embate burgués. Abelardo y Eloísa son los primogénitos de la nueva sensibilidad urbana y las nuevas maneras –profanas y exentas de negatividad– de vivir la pasión, de entenderla y de escribirla. Tal es así que en Estudio de la mentalidad burguesa las cartas de estos amantes son presentadas como la prefiguración literaria del Decameron o del Libro del buen amor, como la guía que Petrarca y Dante encontrarán quizá sin ser plenamente conscientes de ello. “Te conduces extremadamente dulce y delicada con todo, Eloísa”, escribirá Petrarca en unas glosas marginales a la copia del epistolario que fuera de su propiedad, recurriendo a una segunda persona que no hace sino mostrar la complicidad de quien se sabe heredero.[25] Lo más curioso aquí, y que confirma la lectura de Romero, es el pasaje que inspira esta glosa, pues en pocas palabras expresa la nueva efusión sensual, la secularización del amor y talante único del individuo que decide ya no solo su destino sino incluso el ajeno, el de aquella que lo escribe: “permanecí fiel a tu decisión, cambiando junto con el hábito mi propio deseo, para demostrarte que eres el único dueño tanto de mi cuerpo como de mi voluntad. Jamás, Dios sabe, busqué nada en ti a no ser a ti mismo”.[26]

El Abelardo mercader y filósofo

En las grandes ciudades –y París era una de ellas– la lógica mercantil comienza a imponerse por sobre lo viejos códigos feudales. Con ellas ven la luz diferentes corporaciones, cada una de las cuales representa un oficio determinado: artesanos, carpinteros, herreros, etc. Y si bien la actividad docente se corporativiza recién para finales del siglo XII, en la época de Abelardo ya habían comenzado a sentarse las bases para ello. Es que el conocimiento, la scientia, pasa a ser considerada como una posesión a cuyo usufructo se tiene derecho. Desde esta nueva óptica, se produce su paulatina desacralización y, así como el artesano le transfiere su destreza al aprendiz cobrando por ello, el maestro le transmitirá su saber a su alumno con los mismos fines. Estos cambios, desde luego, tuvieron su costado positivo, pues permitieron extender la educación a nuevos actores, especialmente a aquellos provenientes de la naciente burguesía y la baja nobleza. Claro que también tiene sus excesos. Para ellos baste recordar los primeros capítulos del Metalogicon, dondeJuan de Salisbury manifiesta su encono para con el “Cornificio”, extraña figura que encarna al maestro ávido por el dinero, inculto e indiferente a la tradición, que estaba más interesado en cooptar estudiantes en aprender de Séneca o Cicerón. La ciudad, afirma Romero, “es la gran aventura, donde la creación no consiste en formas de pensamiento o de sensibilidad, sino en un sistema de relaciones”.[27] Y esto Abelardo lo sabía perfectamente. Nacido en Bretaña, nuestro autor aspiró desde siempre a triunfar en París. De hecho, allí es adonde se dirige para tomar clases con el más renombrado realista de la época, Guillermo de Champeaux, luego de haber estudiado dialéctica –una de las siete artes liberales legadas por el saber pagano– en Loches con el ultranominalista Roscelino de la Compiègne. En sus Historia de mis calamidades lo expresa con muy pocas, pero contundentes palabras: “Llegué por fin a París”.[28]

Como es sabido, las cosas con Guillermo no fueron muy bien, y el alumno comenzó a cuestionar a su maestro frente a sus propios discípulos, socavando así su autoridad. Pero la cosa no quedó allí. Al percatarse de su incipiente renombre, creyó que ya era el momento de impartir sus propias clases. De modo que, decidido a dar sus primeros pasos como el maestro “free-lance” en el que, en definitiva, habría de convertirse,[29] fundó no una sino dos escuelas: primero en Melun, luego en Corbeil. La explicación que da –“presumiendo de mi ingenio, mayor que el de los hombres de mi edad, aspiré al régimen escolar siendo un joven adolescente”–[30] no podría haber provenido de ningún otro lugar más que de la nueva mentalidad o, en palabras de Romero, de un “sentimiento violentamente individualista”[31] que se materializa con él. Como ha advertido Michael Clanchy, Abelardo es el primer medieval en describir su vida en términos de una carrera elegida con premeditación.[32] Así comenzará una vida errante –a su pesar–, que lo llevará de aquí para allá, escapando de las consecuencias de su actitud disidente y, cual buen burgués, lanzado a “la aventura del ascenso socioeconómico”,[33] viviendo de la reputación ganada en buena ley gracias a su ingenio personal.

Romero también encuentra esta nueva mentalidad plasmada en el debate filosófico conocido como “la querella de los universales”, del que Abelardo fue uno de los protagonistas, precisamente al haber confrontado y, de algún modo, vencido a sus dos primeros maestros. Ante una tradición que sostenía que lo más real era la Idea platónica o la esencia universal, esto es, el género o la especie, se yergue el nominalismo y, junto con él, Abelardo, su más lúcido defensor (al menos hasta Guillermo de Ockham). Adoptando la base de las teorías antirrealistas cuyo lema común reflejan las palabras de Roscelino: “nihil est praeter individuum” (no existe nada más allá del individuo), Abelardo sostendrá que la realidad es la realidad sensible, que tiene primacía por sobre el concepto común, intangible e inmaterial. Lo real es la cosa individual, aquella cuyo status, es decir, su estar siendo eso que es, provee el fundamento, esta vez sí, para la imposición del término universal, que no es sino un mero nombre común. Y ese status, aun si se repite en cada individuo, no se comparte; se trata únicamente de aquello que los aúna a pesar de sus irrepetibles diferencias.[34]

 Romero comprende muy bien el profundo revuelo que el nominalismo –incluso si moderado como el de Abelardo– causó en la tradición, pues esta corriente “arranca de la actitud empírica básica de la burguesía, que se constituye porque funciona empíricamente”.[35] Así como la burguesía había tenido el tupé de promover un nuevo tipo de economía, así Abelardo, su descendiente directo, tuvo el tupé de reorganizar la realidad. Es cierto que no fue el único, ni siquiera fue el primero, pero fue el más sistemático y por ello el más convincente.

El Abelardo hereje

Y así como se enfrentó a la autoridad filosófica de Guillermo de Champeaux respecto de los universales, Abelardo se enfrentará a la autoridad teológica de Bernardo respecto de la razón o, mejor dicho, respecto de su uso en cuestiones exegéticas. Su logro consistió en demostrar (o al menos así lo creía él) que los artículos de la fe bien podían expresarse como proposiciones lógicamente consistentes a pesar de las interpretaciones contrarias que se daban entre las auctoritates. A fin de cuentas, el escándalo que fue el concilio de Sens no lo habría causado tanto el contenido de su doctrina como el método.

En lo referente a esta faceta, Romero muestra un Abelardo mucho más racionalista de lo que los estudios más recientes estarían dispuestos a apoyar, y más acorde a las lecturas poco matizadas con que el siglo pasado interpretó la contienda. Piénsese, por ejemplo, en los clásicos Bernard, Abélard ou Le cloître et l’école de Jean Jolivet y Jacques Verger, o en Un conflit religieux au XIIe siècle. Abélard contre saint Bernard de Pedro Laserre, publicado en nuestro país en 1944 por Ed. Nova en su colección “Biblioteca histórica” dirigida, nada más ni nada menos, que por el mismo José Luis Romero. Laserre no puede ser más claro en su caracterización: “Cuando el campeón de la herejía es un hombre dotado del genio de Abelardo, sus luchas contra la autoridad ortodoxa son conmovedoras”.[36] Así es cómo comienza su ensayo y así es también como lo verá Romero.

Este Abelardo, no obstante, encaja muy bien con el perfil del burgués, que, producto de una especie de generación espontánea, parece estar huérfano de antecesores, y que acomete despiadado contra la Revelación a la vez que “erige a su razón en juez”.[37] Esta actitud, la de entender el mundo y las cuestiones divinas a partir de su más personal arbitrio, introduce en la Edad Media, cual caballo de Troya, la tan temida originalidad. Porque para que ella apareciera no bastaba simplemente ser burgués. Había faltado hasta entonces, además, un individuo lo suficientemente pagado de sí como para no acobardarse ante la bruma del misterio divino ni la severidad las autoridades eclesiásticas. “Este hombre busca siempre novedades, y, si no las encuentra, las inventa […] ‘Todos piensan así, pero yo no’. ¿Cómo piensas tú? ¿Qué teoría tan extraordinaria nos traes? ¿Has encontrado algo más sutil? ¿Has tenido una revelación especial…?”, le achaca a nuestro hereje el abad de Claraval en la epístola en la que puntualiza cada uno de sus errores.[38] Abelardo, para pesar de la curia, era el miles Minervae[39] cuyo intolerable individualismo denuncia Bernardo, el miles Christi, al llamarlo “monje sin regla, prelado sin responsabilidad”.[40]

Por su parte, Romero, que en su Diccionario de Historia Universal define el semblante de Bernardo como aquel que “persiguió a Abelardo hasta obtener su condenación”,[41] no parece admirar mucho al monje, pero lo justifica pues, a su modo de ver, “no se equivocaba demasiado cuando avizoraba las últimas y necesarias consecuencias de la nueva actitud intelectual de quienes confiaban en la inteligencia y se regocijaban en su ejercicio”.[42] Lo justifica porque entiende el cimbronazo que significaba a los ojos del místico cisterciense el “éxito avasallador”[43] de la nueva intelectualidad propuesta por Abelardo (a quien Romero no justifica, sino que admira). Ella es el resultado palmario de la cupiditas scientiae tempranamente denunciada por Pedro Damián, la que también agitaba el espíritu de los naturalistas chartrenses, y que pronto daría impulso a los empiristas ingleses o a los solitarios inclasificables como Ramon Lull.[44] Pero esta es ya otra historia.

Este es, en suma, el Pedro Abelardo que nos ha legado José Luis Romero: el que decidió contar él mismo su vida, el que amó profanamente, el que puso de cabeza la realidad, el que elevó la razón por encima de la bruma de la autoridad. En pocas palabras, el bourgeois terrible de una París que parecía anticipar a gritos la inevitable transformación del viejo mundo occidental.

Es cierto que Romero no se ha dedicado específicamente a Abelardo, sino que su figura funciona más bien como el terminus post quem del intelectual burgués al que sí consagrará buena parte de sus reflexiones. Estamos, entonces, frente a un Abelardo apasionado y celoso de sus convicciones, que carece de los claroscuros con los que su talante y su doctrina se han ido tiñendo a partir de los estudios más recientes. Se trata, sin embargo, del primero que conocieron nuestros propios intelectuales, y ello no es menor, pues es aquel que ha quedado impreso en el imaginario colectivo local. En efecto, pese a que probablemente el Abelardo que leemos hoy en las universidades se acerque un poco más al que vivió hace ya casi mil años –uno que, habiendo pasado por la criba de la crítica anglosajona, se muestra bastante más escrupuloso y menos impulsivo–, es el de Romero el que logró traspasar los muros de la academia, que encuentra todavía un lugar en la biblioteca del “lector culto pero no especialista”[45] e invita a descubrir un Medioevo en nada semejante al que la Ilustración nos inculcó.

En una época como la nuestra, en la que los colectivos avanzan muchas veces a ciegas y resueltos a anular cualquier indicio de individualismo, Romero nos propone un modelo alternativo de intelectual que tiene en Abelardo a su más prístino representante y que, aunque no necesariamente se deba o incluso pueda imitar, resulta enriquecedor al menos tomar en cuenta al momento de pensar nuestra propia labor profesional.


[1] Romero, J.L., Historia medieval. Citado a partir de; José Luis Romero. Obras completas – Archivo digital, 2020.          

[2] Romero, J.L., Historia medieval, ed. cit.  

[3] Véanse “París y su historia”, guías de clase de un curso sobre la Historia de París, dictado por José Luis Romero en 1970. En: José Luis Romero. Obras completas – Archivo digital, 2020. Más específicamente, tomamos este párrafo como referencia y disparador: “París comenzó siendo una aldea insular en la Ile de la Cité. […] Fue una brillante ciudad burguesa y creó un barrio comercial, como Gante, Ypres, Génova, Brujas, Florencia, Lyon; se hizo ciudad burguesa mercantil y creó un mercado en la orilla derecha del Sena (hoy Quai des Gesvres). Pronto será también la primera ciudad universitaria de Europa con el Quartier Latin y la Sorbona, donde el pensamiento empieza a secularizarse, especialmente con Pedro Abelardo en el siglo XII. Es mucho más importante que Bolonia, Praga o Salamanca. Capital política tan importante como Lisboa, Praga o Toledo, ciudad corte como Roma o Nancy, aureola de nobles alejados de sus tierras por los reyes para tenerlos cerca, como Madrid o Viena”.

[4] Cf. Romero, J.L., Estudio de la mentalidad burguesa. En: José Luis Romero. Obras completas – Archivo digital, 2020 (https://jlromero.com.ar/textos/estudio-de-la-mentalidad-burguesa-1987/).

[5] Romero, J.L., “Biografías de ayer, vidas de hoy”. Citado a partir de: José Luis Romero. Obras completas – Archivo digital, 2020.

[6] Cf. Romero, J.L., “La biografía como tipo historiográfico”. En: José Luis Romero. Obras completas – Archivo digital, 2020.

[7] Romero, J.L., “Biografías de ayer, vidas de hoy”, ed. cit.

[8] Cf. Clanchy, M., “Documenting the self: Abelard and the individual in history”, Historical Research 76.193 (agosto 2003), p. 300.

[9] Romero, J.L., Estudio de la mentalidad burguesa, ed. cit.

[10] Cf. e.g. Romero, J.L., “Estudio de la mentalidad burguesa” y “París y su historia”, op. cit.

[11] Pedro Abelardo, Historia calamitatum mearum, I (ed, Luscombe, p. 2): “de ipsis calamitatum mearum experimentis consolatoriam ad absentem scribere decreui”. Trad. propia en todos los casos salvo expresa indicación en contrario. Cf. Clanchy, M., op. cit., p. 300.

[12] Cf. Romero, J.L., “La biografía como tipo historiográfico”, ed. cit.

[13] Cf. Pedro Abelardo, Historia de mis calamidades XIV.

[14] Cf. Romero, J.L., “La biografía como tipo historiográfico”, ed. cit.

[15] En la época de Abelardo, Francia no solo vio crecer las escuelas urbanas, sino también una reforma en la visa espiritual guiada por la creación de nuevas las órdenes religiosas. Como ejemplo, tómese la creación de la Orden de Canónigos Premostratenses o la orden del Císter a comienzo del siglo, que trajo consigo cambios significativos en la sociabilidad monástica, en especial, lo que Romero considera un “vigoroso movimiento ascético”, cf. Estudio de la mentalidad burguesa, ed. cit.

[16] Pedro Abelardo, Historia calamitatum mearum, V (ed. Luscombe, p. 22): “… cum iam me solum in mundo superesse philosophum estimarem…”.

[17] Cf. Clanchy, M., op. cit., p. 294.

[18] Cf. Juan de Salisbury, Metalogicon I.5 y II.10, Anónimo, Metamorphosis Goliae vv. 54-59; Berengario de Poitiers, Apologia, Pedro el Venerable, Epitaphium Abaelardi,respectivamente. Algunos pasajes de estos testimonios están traducidos en mi trabajo “Maestro condenado, discípulo indignado. La imagen de Pedro Abelardo y la exasperada defensa de Berengario de Poitiers”, Stylos 30.30 (2021), pp. 255-272.

[19] Rémusat, Ch., Abélard, Paris, Librairie philosophique de Ladrange, 1845, t. I, p. 44: “La foule des rues, jalouse de le contempler, s’arrêtait sur son passage ; pour le voir […] les femmes écartaient leur rideau, derrière les petits vitraux de leur étroite fenêtre. Paris l’avait adopté comme son enfant, comme son ornement et son flambeau. Paris était fier d’Abélard et célébrait tout entier ce nom, dont, après sept siècles, la ville de toutes les gloires et de tous les oublis a conservé le populaire souvenir”.

[20] Romero, J.L., “La biografía como tipo historiográfico”, ed. cit. Cf. Chenu, M.-D., Il risveglio della coscienza nella civilità medievale, Milano: Jaca Book, 1982, pp. 65-71; Verbeke, G., “Éthique et connaissance de soi chez Abélard”, en: J. Beckmann et al. (eds.), Philosophie im Mittelalter, Hamburg: Félix Meiner, 1987, pp. 90-91.

[21] Cf. Romero, J.L., Estudio de la mentalidad burguesa, ed. cit.

[22] Romero, J.L., “París y su historia”, ed. cit.

[23] Pedro Abelardo, Historia de mis calamidades VI (ed. Luscombe, p. 28): “Sub occasione itaque discipline, amori penitus uaccabamus, et secretos recessus, quos amor optabat, studium lectionis offerebat. […] sepius ad sinus quam ad libros reducebantur manus, crebrius oculos amor in se reflectebat quam lectio in scripturam dirigebat. Quoque minus suspicionis haberemus, uerbera quandoque dabat amor, non furor, gratia, non ira, que omnium ungentorum suauitatem transcenderent”. Trad. Borelli, M. – Jakubecki, N., en Cartas de Abelardo y Eloísa, Madrid, Punto de Vista Editores, 2021, p. 53.

[24] Eloísa del Paráclito, Carta IV (ed. Muckle, pp. 80-81): “… quas pariter exercuimus, amantium uoluptates dulces mihi fuerunt ut nec displicere mihi, nec uix a memoria labi possint. […] Inter ipsa missarum solemnia, ubi purior esse debet oratio, obscena earum uoluptatum phantasmata ita sibi penitus miserrimam captiuant animam ut turpitudinibus illis magis quam orationi uacem. Quae cum ingemiscere debeam de commissis, suspiro potius de amissis”. Trad. Borelli, M. – Jakubecki, N., ed. cit., p. 130.

[25] MS París, BnF, lat. 2923 15rb: “Valde perdulciter ac blande per totum agis heloysa”.

[26] Eloísa del Paráclito, Carta II (ed. Muckle, p. 70): “… eum ad tuam statim iussionem tam habitum ipsa quam animum immutarem ut te tam corporis mei quam animi unicum possessorem ostenderem. Nihil umquam Deus scit in te nisi te requisiui”. Trad. Borelli, M. – Jakubecki, N., ed. cit., p. 106.

[27] Romero, J.L., Estudio de la mentalidad burguesa, ed. cit.

[28] Pedro Abelardo, Historia de mis calamidades II (ed. Luscombe, p. 4): “Perueni tandem Parisius”.

[29] He tomado esta expresión de Luscombe, D., The School of Peter Abelard, Cambridge, Cambridge University Press, 1969, p. 5.

[30] Pedro Abelardo, Historia de mis calamidades II (ed. Luscombe, p. 6): “… ut, supra uires etatis de ingenio meo presumens, ad scholarum regimen adolescentulus aspirarem”. Trad. Borelli, M. – Jakubecki, N., ed. cit., p. 42.

[31] Romero, J.L., Estudio de la mentalidad burguesa, ed. cit.

[32] Clanchy, M. op. cit., p. 300.

[33] Romero, J.L., Estudio de la mentalidad burguesa, ed. cit.

[34] Algunas lecturas de la Logica ingredientibus (ed. Geyer, pp. 22-24)sostienen que Abelardo, de todos modos, termina rindiéndose al realismo platónico al decir que existen los universales en la mente divina, incluso si no tenemos acceso a ellos. Sin embargo, John Marenbon ha explicado con elocuencia que esta es una lectura incorrecta y que Abelardo solo dice eso para proveer algunos ejemplos de autoridad que apoyen parcialmente su propia posición. De ahí que cite a Prisciano, Boecio y Platón. Cf. Marenbon, J. “The Platonisms of Peter Abelard”, en Benakis,L. G. (ed.), Néoplatonisme et philosophie médiévale, Turnhout, Brepols, 1997, pp. 112-116.

[35] Romero, J.L., Estudio de la mentalidad burguesa, ed. cit.

[36] Laserre, P., Abelardo contra San Bernardo. Un conflicto religioso en el siglo XII, Buenos Aires, Ed. Nova, 1944, p. 17.

[37] Romero, J.L., Estudio de la mentalidad burguesa, ed. cit.

[38] Bernardo de Claraval, Ep. 190: De erroribus Petri Abaelardi, (ed. Leclercq – Rochais, pp. 19 y 26-27): “… homo qui nova semper inquirit, et quae non invenit fingit […] Omnes, inquit, sic: sed non ego sic. Quid ergo tu? Quid melius affers? Quid subtilis invenis? Quid secretius tibi revelatum iactas…?”. Trad. Santidrián, P., en Abelardo (aut.), Conócete a ti mismo, Bs. As., Alaya, 1997, pp. 125 y134.

[39] Dice Abelardo en Historia de mis calamidades I (ed. Luscombe, p. 4): “Ego uero quanto amplius et facilius in studio litterarum profeci tanto ardentius eis inhesi, et in tanto earum amore illectus sum ut […] Martis curie penitus abdicarem ut Minerue gremio educarer”: (Cuanto más fácilmente progresaba en el estudio de las letras, con un mayor ardor me adhería a ellas. Y fui seducido con tan grande amor que abandoné por completo las tropas de Marte para educarme en los brazos de Minerva). Trad. Borelli, M. – Jakubecki, N., p. 41.

[40] Bernardo de Claraval, Ep. 193: Ad magistrum Ivonem cardinalem (ed. Leclercq – Rochais, p. 193): “Magister Petrus Abaelardus, sine regula monachus, sine sollicitudine praelatus…”.

[41] Romero, J.L., Diccionario de Historia Universal. Citado a partir de: José Luis Romero. Obras completas – Archivo digital, 2020, s.v. Bernardo (San).

[42] Romero, J.L., La revolución burguesa en el mundo feudal. Citado a partir de: José Luis Romero. Obras completas – Archivo digital, 2020.

[43] Romero, J.L., La revolución burguesa en el mundo feudal, ed. cit.

[44] Cf. Romero, J.L., La revolución burguesa en el mundo feudal, ed. cit.

[45] Romero, J.L., “La biografía como tipo historiográfico”, ed. cit.